Lo más leído...

Piel y Alma

A los cinco años era un niño con una magnífica dotación.

Ser un niño bien dotado traía sus satisfacciones, la admiración de mi abuela y de mi madre era la mejor de todas. Mis maestras en el Jardín de Infancia “Moraluz”, donde vi mis primeros alfabetos no dudaban en hacerme notar su alegría por mis, al parecer, sobradas aptitudes que me darían un lugar seguro y alto en la vida.

Lo mejor de todo es que a esa edad yo todo esto lo tomaba al natural. No es la arrogancia un sentimiento que practicara de niño. Y al parecer tampoco era la envidia un sentimiento expresado por mis compañeritos de clases.

La cuestión es que por haber aprendido tan rápido a leer, me pasaron al primer grado rápidamente. Allí cambió todo.

Un momento… tengo un flashback: Mi maestra de preescolar dictando la lección del libro “Mi Jardín” pasa puesto por puesto para que cada niño le dijera las sílabas escritas en la página… Fra, fre, fri, fro, fru… llega a mi puesto… “tú ya te sabes esto Yimmi” y pasa de largo al puesto de al lado… Fin del Flashback.

Recordar la infancia es una aventura, definitivamente. Uno nunca sabe que va a recordar y que realmente olvidó y, a pesar de que siempre lo había notado, jamás me había detenido a pensar en ello. La cuestión es que fue así cómo empecé a escribir.

Estoy seguro que lo primero que redacté más o menos con coherencia fue una carta al niño Jesús. Tal vez no pensaba igual cuando niño, puesto que nunca traía lo que yo le pedía. En fin.

A la corta edad de seis años, mi prima Liz me regaló algo que iba a marcar el resto de mi vida: Una fotocopia ilustrada y encuadernada por sus propias manos del cuento “El Principito” de Antoine de Saint Exupery. Aquella resmilla de papel encuadernada y pintada a mano fue para mi la entrada a un Universo del que no he querido escapar: La Lectura.

Creo haber visto siempre aquel Elefante metido dentro de la Boa desde el primer dibujo del aviador protagonista. Recuerdo haberme enamorado de las disculpas del autor “por haberle dedicado el libro a una persona mayor”, y de su corrección al afirmar que en realidad se lo dedicaba “al niño que una vez fue esa persona mayor”.

Luego de eso, existe un extraño lago mental de años en los que no creo haber hecho nada relacionado con la literatura. Hasta que llegó mi pubertad.

Y es que con el cosquilleo de los primeros amores, encontré en las letras un aliado transformado en cartas de amor, de varias páginas, de una o dos, pero siempre efectivas. Encontré que realmente tenía un don, nuevamente me sentí el niño super dotado, y ¡vaya que es importante tener una buena dotación en la adolescencia!

Recuerdo que la primera vez que me sentí impulsado a escribir, esta vez a alguien más, fue en respuesta de una carta que había recibido de una muy querida amiga. Esta amiga comenzó su texto con unas palabras que también me marcarían para el resto de mi vida: “Las cartas sirven para expresar aquello que en persona no nos atrevemos a decir”.

De allí en adelante, todo, absolutamente todo lo que no podía decir en persona, lo escribía, encontrando incluso alguna que otra salida terapéutica al empezar a escribir cartas cuyo destino era yo mismo. Esta herramienta terapéutica fue imitada por muchos amigos años después con iguales resultados. De hecho, se los recomiendo.

Después de las cartas vinieron necesidades más complejas. Alguna comunicación a algún jefe, alguna carta de correo, todas, absolutamente todas con la misma premisa: Expresarme.

Y llegó la Universidad.

Mi primera carrera me dio la oportunidad de expresarme aún más. La publicidad y el mercadeo era, nuevamente, una ventana a decir, a escribir, a argumentar, a persuadir. Recuerdo que en esta época tomé la costumbre de hacer mis exámenes escritos como un ensayo. No importa si era una o cinco preguntas, solo había una respuesta de una, dos o tres cuartillas que refería todas las preguntas del exámen. Incluso me atrevía en aquellos textos a escribir frases directas dirigidas al profesor que iba a corregir la prueba, en algunos casos, frases que estaban hechas adrede para disimular una que otra inconsistencia en la respuesta. Y funcionó.

Y llegó Internet.

Y con ella un sin fin de libertades y públicos más numerosos que los individuales destinatarios de las cartas hechas a mano. Un público de por sí ávido de información y de curiosidad por conocer a sus semejantes. Un público convertido en grandes comunidades afines con mis ideas y contrarias a ellas también.

La primera vez que escribí seriamente algo que se aproximó a un ensayo, fue del tema político. Entonces había recién ingresado a la Universidad Central de Venezuela y el tema ya era parte del día a día, ya habían transcurrido fechas como el 11 de abril, ya había sufrido en carne propia las consecuencias del Paro Petrolero. Ya Carmona “El Breve” había partido a Colombia y el Presidente había partido la sociedad en dos.

Yo, que nunca me sentí identificado con ningún bando extremo, acudí de nuevo a la palabra escrita para dar a entender a mis allegados, que yo no pertenecía a ninguno de los dos bandos, y que por el contrario, pensaba que uno como ciudadano no se puede arrimar a los extremos en cuestiones políticas porque nuestro papel era ser crítico, ser supervisor de los cargos públicos y no groupies del gobernante de turno o de su más acérrimo opositor.

En aquel tiempo no existían los blogs aún. El texto lo envié por correo electrónico a toda la lista de correo, recibiendo varias respuestas. Era la primera vez que tenía un feedback.

“Ya Yimmi se nos puso viejo”, decía una de esas respuestas. Al menos la más bonita, puesto que recibí algunas bofetadas virtuales de compañeros de cada bando. Pero también felicitaciones de gente que como yo, pensaba que era una estupidez dividir el país por politiquería barata.

Ya avanzado en la carrera, me di cuenta que la palabra es realmente poderosa, ya no de manera empírica, sino porque muchos autores más inteligentes y sabios que yo lo habían descubierto antes: Sócrates, Platón, Descartes, Habermas, Rousseau, Lasswell, Adorno y Horckeimer, Mc Luhan y Pasquali.

Hoy, tengo mi propio blog y colaboro escribiendo para otros más. Ya he escrito varios cuentos en los Talleres de redacción de mi carrera. Hoy, más libros se han ido sumando a mi listado de leídos, y muchos más esperan en la biblioteca un minuto de mi tiempo para ser descubiertos por mis ojos.

Hoy escribo de música, de política, del ser humano y sus complejidades y contradicciones. Hoy escribo mucho. Mucho más de lo que hablo.

Hoy conozco de adverbios, adjetivos y sustantivos, de pronombres y verbos, de puntos y comas y reglas de acentuación. Hoy se que nada de eso sirve para escribir, sino solo para tener tema de conversación con los miembros del autodenominado grupo de intelectuales venezolanos. Hoy se para qué y por qué escribo. Y aunque nunca me había sentado a pensar en ello, hoy se que más que nunca las palabras desnudan a su autor, lo muestran tal como es.

El nombre de mi blog se debe a ello, porque hoy se que al escribir, me quito de encima todo lo artificial: la ropa, los accesorios, todo, que me sacudo la conciencia en la alfombra y dejo la envidia en el perchero para sentarme a juntar letras en palabras, palabras en oraciones, oraciones en párrafos y estos en textos, solo para mostrarme ante ustedes en Piel y Alma.